26 de noviembre de 2015

La calle desierta anuncia la siesta.
El sol hace cantar las chapas del tinglado.
Bajo un sauce, un galgo sarnoso se rasca hasta lastimarse, aún más, la vívida carne.
A lo lejos se oye el paso fantasmal de un tipo disfrazado de albañil en una motito destartalada.
La avenida parece estar atravesada por un arroyo a la altura del semáforo que da a la circunvalación.
Cuando nada va a ocurrir, llega la camioneta del viajante de Arcor a la casa de la kiosquera. No lo deja justo enfrente, no. No lo deja frente al kiosco, ubicado a una cuadra, tampoco. Estaciona en la otra esquina, casi a la vuelta, bajo un palo borracho de tronco gordo.
¿Justo ahora que Rubén está haciendo horario corrido en la fábrica?
¿Justo ahora que el kiosco está cerrado hasta las 3?
Nadie lo ve, lo escuda la siesta. Salvo la vieja Clotilde, que oficia de vigía del barrio detrás de la cortina y las pocas hendijas que muestra la persiana de la ventana del cuarto.
El tipo se baja presuroso. Parece secarse la traspiración de la nuca y la frente, acomodarse la camisa dentro del pantalón y arrancar a paso firme pero sigiloso hacia el porch de la casa de Viviana.
No hace falta tocar timbre. La puerta se abre lo justo para que el tipo pueda entrar. La mujer se asoma un poco para ver que nadie se haya percatado de la situación. Se puede entrever que está vestida de manera más liviana que lo habitual. Puede argumentarse que es por el calor que azota este enero.
Clotilde no se anda con vueltas. Para ella, la cosa es en blanco o negro: acá hay pata de lana. Siempre sospechó que la kiosquera era ligerita. Siempre le daba una sonrisa de más a los tipos casados, siempre descuidaba un poco el escote de las blusas cuando se agachaba a buscar caramelos, siempre se le subía por accidente la pollera al ponerse en puntas de pie a buscar los cigarrillos.
Y esos hijos que tiene, esos que ahora están en la colonia, son demasiado rubios para una pareja tan castaña (Rubén es tirando a gaucho, morocho-morocho).
Media hora pasa.
En la mente de Clotilde no pasa el kamasutra, porque ella nunca pasó del misionero. Pero se imagina un revuelo importante de sábanas y pelos.
De pronto, de manera inesperada, se ve llegar la bicicleta de Rubén ¡la que se va a armar!
Ni llave necesita, la puerta está abierta.
Clotilde se asusta. ¿Llamo a la policía?
Cinco eternos minutos pasan hasta que llega el colectivo con los chicos de la colonia.
Bajan los dos rubios. No necesitan tocar el timbre, la puerta está abierta.
¡Esto es demasiado! Los pobres chicos van a ver la pelea, los gritos ... ¡qué situación incómoda! ¡qué desfachatés de mujer, generar este clima en su familia!
A las tres en punto sale Viviana. Tan suelta de ropa como cuando hizo entrar al viajante. El tipo sale con ella. Se van al kiosco.
Clotilde no puede más de indignación. ¡Qué negro boludo este Rubén! ¡Cornudo consiente! ¡Qué paparulo, por favor! Si yo hacía eso, mi Carlos me bajaba la dentadura de un sopapo. ¡Y mirá que tenía mano grande el Carlos! ¡Si la habré sentido!
No por nada le dije que no al verdulero, no por nada solo le dejé que me tocar a el culo el carnicero. No sea cosa de darles motivos a las chusmas del barrio para que le vayan con cuentos a Carlos y me faje de lo lindo.
Pero esta chirusa no se la va a llevar de arriba.
Esta tarde, cuando me cruce a tomar unos mates con ellos, le cuento todo a Rubén. Le abro los ojos. No sea cosa que se entere por la chusma del barrio.

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